México se establece plenamente bajo el gobierno de Benito Juárez, y goza de su primera época de desarrollo con Porfirio Díaz, sucesor de aquél. Los dos eran bastante autoritarios y, aunque no era fácil en un país de dos millones de kilómetros cuadrados, lograron mantenerse en el poder el resto de su vida. El primero, literalmente. El segundo vivió mucho, y después de las guerras civiles que su longevidad provocó, regresamos a un régimen autoritario, que no fue de un solo hombre gracias al diseño institucional creado por Lázaro Cárdenas, que concentraba el poder, pero sólo durante seis años. De cualquier forma, desde el fusilamiento de Maximiliano y hasta 1997, este país fue central y monárquico, aunque nos hayamos llamado república federal todo este tiempo. Al perder el PRI la mayoría en la Cámara de Diputados, todo el tramado institucional se colapsó. Ya antes se había iniciado la autonomía de la Suprema Corte y el Banco de México, pero la independencia del Legislativo provocó el fin de esa presidencia autoritaria y centralista. Al desaparecer la piedra angular del viejo régimen, la estructura se derrumbó, pero no desaparecieron las piezas. Las corporaciones se independizaron: los sindicatos dejaron de ser leales al presidente, para serlo sólo consigo mismos; los empresarios creados por el mismo Estado lo abandonaron, sin dejar por ello de extraer rentas de los consumidores; los grupos criminales, anteriormente limitados por la estructura de poder, empezaron a probar límites, y a cruzarlos.
Pero posiblemente el fenómeno más importante de
dispersión tiene una dimensión territorial. Los gobernadores se convirtieron en
la cúspide del poder en su estado, sin contrapeso alguno, y reprodujeron el
comportamiento autoritario de los presidentes del siglo XX: monarcas durante
seis años, dueños de vidas y haciendas, que muy pronto decidieron aprovechar
ese breve periodo para garantizar una vida de lujos para varias
generaciones.
Todo esto ya lo sabe usted, pero el resultado
conjunto no sé si es igual de evidente: el Estado mexicano se derrumba. Nunca,
desde los tiempos previos a Juárez, habíamos tenido un Estado tan débil.
Algunos, los mayores de cuarenta años, no lo ven porque siguen imaginando al
Estado de su juventud: autoritario y sólido. Otros, los más jóvenes, no tienen
punto de comparación, y creen que lo que ven es resultado de simple
incompetencia. Por eso todos los gobernantes les parecen tontos y
corruptos.
Creo que lo que tenemos enfrente no es ya
exactamente un asunto de corrupción, sino más bien se trata del derrumbe del
Estado, que ha llegado a un nivel tal de debilidad que todo ha sido capturado.
Sea por los mismos políticos y funcionarios, sea por las comunidades (como las
que son parte del crimen organizado: narcotráfico, robo de combustible,
extorsión o secuestro), sea por una población que paulatinamente se aísla,
concentrada en lo suyo. Lo público sólo es visto como botín de lo privado. Este
camino termina en el desastre. No es posible mantener funcionando una sociedad
en la que todos y cada uno de sus integrantes intenta abusar de los demás. En
el viejo régimen, ese abuso estaba concentrado en una estructura piramidal en
cuya cúspide el presidente actuaba como déspota benevolente y patriarcal. Ahora
no hay estructura única, y en las que hay, tenemos de todo tipo de déspotas,
que además requieren mucha más fuerza para sostenerse. Ya no pueden, y se
vienen abajo: cárteles, sindicatos, grupos campesinos, oligarcas, medios,
universidades. La misma estructura de gobierno se derrumba: Tamaulipas, Oaxaca,
Guerrero, Michoacán, Puebla, Veracruz, tienen regiones enteras bajo control de
alguien más. El fenómeno se replica en las ciudades. Esto no es un tema
electoral. Es político, en el sentido más amplio del término. Atiendan.
Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de
Monterrey.
Reenviado por Redacción / #MásClaro.
Nota original Entorno Inteligente
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